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Ya dentro del departamento, encendió la televisión (a esa hora no había mucho que ver), alguna noticia sobre políticos en una cumbre, todos tensos y sonrientes, destilando desagrado unos por los otros en escenas donde se discuten temas sobre refugiados, armas nucleares cuasi imaginarias, el clima o cualquier cosa. Se preparó algo de cenar, más por hábito que por interés en alimentarse, y encendió un cigarro que se consumió casi sin ser tocado.

Desde hace un tiempo se pregunta qué es lo que le interesa de los eventos del mundo, cuál es el punto de ver las noticias todos los días, de leerlas o escucharlas si de todos modos muchas de ellas se resbalan de su mente como el agua del cuerpo cuando uno sale de la tina, y las que se quedan en la memoria sólo le provocan un sentimiento de incomprensión sobre el devenir de la historia. ¿Quién sabe? A lo mejor es sólo de esos hábitos que lo hacen a uno ser quien es y ya.

En la habitación contigua, bañada por el calor de una lámpara que semeja ya una antigüedad, y el aura que despide el monitor de la tele, se encontraba A, acostado, en ropa interior, dormido, ronroneando como un gatito. Él entró en el cuarto y lo beso suavemente en la mejilla, no quería despertarlo. Sintió el calor de su cuerpo enredado en las sábanas. Desde la sala se colaba la luz del televisor y la ciudad, moviéndose como una proyección sin sentido sobre el cuerpo de A, una serie de olas que se balanceaban suavemente en disonancia con su respiración. Salió cerrando la puerta con cuidado; sabía que A no estaba del todo dormido, que siempre esperaba en un sueño superficial, a que él regresara de trabajar. Era una especie de ritual que nunca se confesarían: cómo uno se apenaba por su impertinencia de encender las luces y el televisor, cocinar y fumar, antes de cerciorarse de no despertar al hombre al que ama…era tal vez su manera de desearse las buenas noches, de decirse “aquí estoy, siempre regresaré a tu lado, sin importar lo que esté sucediendo afuera”, mientras el otro finge que no se da cuenta, que no se preocupa porque su pareja ande fuera por las noches en esa bicicleta; “no me quiero preocupar demás, pero no soportaría que te pasara algo, y no puedo estar tranquilo hasta escucharte entrar y saber que estás bien”. Tal vez eso era lo que pensaba.

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Se conocieron en un bar. No es fácil encontrar en la ciudad bares de esos en los que uno pueda ir a tomarse un trago, solo o acompañado, y sin muchas pretensiones; de esos bares como en los que el cantinero pregunta cómo ha ido el día mientras limpia un vaso o acomoda botellas, volviéndose uno de esos amigos íntimos, desconocidos y cercanos a la vez, escuchas dispuestos que no retendrán nada de la conversación, pero que tienen la capacidad de actuar como si lo que escuchan fuera la historia que estaban esperando, como si el día de uno fuera aquello que los anima a abrir el local. Una de esas tardes en que él no iría a la estación (su programa sólo se transmitía un par de veces por semana), después de trabajar desde casa gran parte del día, decidió salir por un trago. Entró en el bar de siempre y pidió, como siempre, un vodka tonic, se quedó abstraído a causa del hartazgo y el cansancio del día, y notó que desde la noche anterior en que se encontró con un conocido para cenar, no había abierto la boca y emitido palabra alguna hasta ahora que saludaba al hombre detrás de la barra. Pensó en la necesidad de comunicarse; en cómo a veces, mientras menos se habla con la gente, más difícil es intentarlo, como si el deseo de compañía e interacción se atrofiara, de manera inversamente proporcional a las ganas que sentía de estar con alguien que lo escuchara de verdad.

suzanne_vega_1Esa noche A estaba también en el bar, también solo, bebiendo whisky (¿porqué la gente opta por un trago con una sabor a tronco de árbol viejo y con un efecto somnífero?). Lo vio e inmediatamente creó una historia de él en su mente. Ese chico, probablemente de su misma edad, estaba todo el tiempo viviendo en la torre de una iglesia, se dedicaba a esconder sus pensamientos, a fundirlos en el ruido de las campanas que hacía sonar. El tañido de las campanas acallaba sus gritos aunque en realidad nunca los dejaba escapar. Ese joven se sentía solo pero en dominio del mundo que veía desde arriba. Desde las alturas miraba a todos los habitantes de la ciudad, buscando a alguien, algo que ni él sabía lo que era, pero de encontrarlo, de haberlo visto, lo hubiera atraído de tal manera que se hubiera podido arrojar al vacío desde la torre más alta de todas con tal de no dejarlo escapar. “Qué historia tan tonta” pensó.

Siempre le pasaba igual, le gustaba crear vidas imaginarias a la gente con que se encontraba en las actividades cotidianas, para después desecharlas de su mente como una tontería sin importancia, sin saber que eran en realidad historias de él mismo, de sus deseos de ser otro… Sonaba Suzanne Vega en el ambiente, In Liverpool, una elección muy peculiar para un bar, y eso explica la historia.

Sus miradas se cruzaron por un momento, se sonrieron con los ojos, no con los labios, y sin saber en qué momento, terminaron juntos, hablando por horas y horas, compartiendo tragos que llegaban sin ser anunciados y que permitieron lubricar la interacción entre ellos, ayudándolos a esconder los nervios. En la mirada de él se podría haber visto una chispa, un diminuto fuego artificial que reventaba en el vacío de sus ojos lleno de deseo y algo más, algo muy difícil de explicar, esa chispa producto del pensamiento de que ese otro frente a uno puede ser quien hemos buscado durante tanto tiempo, aunque precisamente por todo ese tiempo, por todos esos intentos fallidos de sentirse amado, la chispa es también una señal de miedo, del recuerdo del dolor y la angustia que no se quiere volver a experimentar. Pasaron horas juntos en el bar, hablando, tocándose de manera supuestamente accidental primero, accidentes ficticios que permiten el contacto, ese lenguaje que en gritos silenciosos comunica el deseo. Después caminaron un rato y terminaron en casa de A, y el resto es historia. A la mañana siguiente, él sabía que no quería separársele nunca más, quería mostrarle el mundo desde sus propios ojos y así empezaron a hacer juntos un viaje a las montañas más altas, a los océanos mas profundos, y a cada lugar de sus pensamientos y sus emociones, a veces sin hablar, a veces despiertos toda la noche.

f56d3a51fe1e613b674d925ee2b060adApagó el televisor justo cuando el anuncio de una serie (¿o película?) usaba Not Worthy de Jack Savoretti como marco de la historia publicitada. “Todas sus canciones son como una disculpa siempre” pensó. Hay una combinación muy particular en Savoretti que le encanta: tiene una voz que es difícil decir si es perfecta para el country, o para el soul o el blues, llena de algo que no sabe explicar más que como testosterona; sus canciones son aquellas de un hombre que siempre siente que se encuentra sobre la línea que divide la angustia y el dolor, del amor y la felicidad, y que le cuesta lidiar con sus sentimientos, no porque no los experimente, sino porque muchas veces no sabe cómo, no puede ni siquiera ponerles nombre. En cierto sentido es como si la música hiciera las veces de una extraña verbalización sin palabras que permiten materializar las cosas que están en la cabeza, revueltas como humo de distintos colores y que no se pueden diferenciar. La música de Savoretti es de cierto modo el testamento de un muchacho que no sabe ser hombre aún, y que con cada acción, con cada “te amo” siente la presencia de un niño asustado en su interior que da pasos firmes y nerviosos hacia la madurez. Jack Savoretti, pensaba él, es la voz de quien se disculpa por amar tan intensamente, porque le asusta pensar que de tanto querer podría obtener el resultado opuesto.

Se paseó sin motivo por el departamento y se metió en la cama. A se dio la vuelta, lo abrazó y le preguntó como entre sueños qué tal había sido su día. “Encontré una maleta llena de historias incompletas hoy en el parque”…